La Colonia
La Colonia
Gerardo esta loco en el sentido más literal del tiempo. Está loco a tiempo completo, durante toda su vida. No es posible extraer de él un solo pensamiento lógico, una frase razonable, una acción con alguna cordura mínima que lo haga pasar por un ser normal.
Su única actividad en la última hora y media ha sido tirar una chapita de cerveza contra el borde de la vereda, intentando que pegase en el filo de una determinada baldosa. Cuando lo conseguía -una sola vez hasta ahora- lanzaba unos gritos inarticulados de feroz alegría, que debían escucharse hasta muy lejos.
No hay una explicación acerca de como su mente se había desbaratado, llevándolo hasta el mundo solitario donde ahora habitaba. Gerardo se había ido tan lejos de todos que era como si viviese en otro planeta. Un planeta, donde el borde de la vereda y el rebote de la chapita tenían el valor de una conquista tal como si fuera el descubrimiento de una vacuna, el primer millón de dólares, la mujer inalcanzable, la novela terminada.
Y puestos a razonar con nuestra cínica mente analítica, ¿cuál era la diferencia entre cualquier otro logro importante para la humanidad que fuese distinto a conseguir el golpe exacto de la chapita contra el borde de la baldosa? Con su actitud concentrada, de sabio ensimismado en elucubraciones enjundiosas, sólo faltaban el escenario y el vestuario adecuados para que la ilusión fuera completa. Si hubiera estado rodeado de pipetas, mecheros bunsen, tubos de ensayo y vestido con un guardapolvo blanco, representaría la imagen clásica y previsible del sabio concentrado y genial. En ese marco nadie hablaría de locura, sino de absoluta brillantez, de abnegación, de sacrificio y dedicación.
O rodeado de tribunas, enfocado por cámaras, relatado por locutores, el evento de la chapita y el borde de la baldosa, sería un acontecimiento mundial que cada cuatro años reuniría a los jugadores más experimentados que lograsen llegar a la Final del Campeonato Universal de Tiradores de Chapita. Y disputando el torneo de su vida que lo consagraría como el mejor, seguro estaría Gerardo levantando la copa, gallardo y feliz.
Mientras yo pensaba en destinos distintos, él haciendo oídos sordos a cualquier discusión sobre su persona o sus actos, seguía imperturbable, tratando de que la chapita golpeara en el lugar exacto de la baldosa.
Los segundos sábados de cada mes, puntuales, como un rito o una procesión veníamos a visitarlo. Con mis tíos Manin y Ramiro subíamos al tren de la madrugada, para llegar al pueblo antes del mediodía. Los dos tenían calzadas sus boinas negras y cada uno traía un canasto de ferroviario lleno con todo lo necesario para el asado. Verlos llegar por el andén desierto, charlando y fumando, me daba un placer tan grande que, al recordarlo, después de tantos años, no puedo dejar de sonreírme, como si todavía pudiese recibirlos y emprender la excursión a La Colonia.
Durante las dos horas y media del trayecto, mis tíos jugaban al mus con los otros ocupantes del vagón que llevaban el mismo destino que nosotros. Eran personas alegres y despreocupadas que ponian en el juego toda su atención, gritando y riéndose a las carcajadas durante todo el viaje. Cada tanto daban un trago a las botellas de ginebra o caña que pasaban de mano en mano. Decìan que yo era todavía muy pequeño para permitirme participar de esos placeres. Esto me daba tanta rabia que me quedaba huraño y malhumorado en un rincón del asiento de madera, mirando por la ventanilla como pasaban los campos amarillentos con sus vacas, tan aburridas como yo.
Desde el pueblo otro tren, lento, muy lento, a paso de hombre, traqueteando una anacrónica trocha angosta nos llevaba hasta La Colonia.
Coo dije, llevabamos en las canastas de mimbre de los ferroviarios todo lo necesario para el asado: el pan, la ensalada y el postre. Hasta logramos entrar vino por la guardia sin que lo requisen, gracias a unos pesos deslizados en las manos correspondientes.
Nunca supe, ni me interesó saber por qué le decían La Colonia, pero el nombre parece pre anunciar los extensos bosques, los antiguos pabellones y los seres que la habitan, vestidos de gris, con cráneos pelados y delgadez extrema. Campo de concentración sin muros, ni alambrados, ni hornos.
“La Colonia” es hermosa; con parques descuidados, árboles enormes y antiguos edificios que rezuman el dolor de los internos, la miseria de la locura que se va pegando a las paredes, rebalsando las ventanas, deslizándose entre el pasto, cubriendo el cielo con una plomiza desesperación de años.
Los locos deambulan o se quedan quietos, iluminados por el sol cual enormes lagartos fuera del tiempo. Son seres amables y para nada agresivos, pero asustan, nos meten en un terreno de arenas que se mueven, que nos hacen tambalear. Está tan lejano el lugar que ellos ven, es tan grande su imaginación que nuestra cordura tambalea y el temor se apodera de nuestra frágil mente. ¡Qué cerca estamos de trasponer los límites y qué pequeña la distancia que nos separa de los enfermos, de los dementes!.
Pasamos a través de ellos, como si fueran espejos de humo que los ocultan, porque en realidad nos reflejan a nosotros, conduciéndonos hasta la pavura.
Son humanos, pero parecen de otra especie, de otro clan, de otra tribu lejana. No entendemos lo que dicen, su mirada no ve lo mismo que nosotros vemos y el diálogo es imposible, la comunicación queda anulada. Ellos, en las alturas solitarias de la locura y nosotros, arrastrados en la tierra de nuestra aparente normalidad.
El trencito entra a La Colonia en un espectáculo exhibicionista de vapor y silbato. Algunos internos corren a la par, como perros compitiendo con las ruedas huidizas tan apetecibles como imposibles de conquistar.
A medida que los pasajeros van descendiendo son abordados por sus parientes, entre gritos de alborozo y sorpresa. Los que nunca reciben a nadie igual están alrededor del tren, ávidos del espectáculo y clamando por un cigarrillo o una moneda.
Entre ellos aparece la figura de Gerardo inmerso en una delgadez extrema, con una cara de espanto que permanece, como si el gesto hubiese sido grabado con el fuego de las golpizas y el electro shock. Lo acompaña un pequeño séquito de compañeros de ranchada, fantasmas similares en atuendo, corte de pelo y complexión física. Parece como si el lugar y el estado mental hubiesen ido imprimiendo marcas indelebles que los acompañarán de por vida.
Nos guían hacia el lugar apartado donde tienen su pequeño mundo, sus humildes pertenencias, recuerdos aparentes de una normalidad perdida. Una mesa con sólo dos patas apoyada en precario equilibrio contra un árbol, un macizo de flores que le da al conjunto un carácter hogareño y feliz, ganchos que cuelgan de las ramas con distintos utensilios y herramientas. Una parrilla hecha de alambre, bajo la cual ya arden las brasas anunciando el gozo del asado a compartir.
Después de la comida, la hora de la siesta es respetada a rajatabla. En distintas posiciones, en lugares diferentes, se enrollan en una modorra ligera que los transporta a lejanos lugares de fantasía. Cuando el loco sueña su cordura renace, se empareja con cualquiera de los seres sanos. Está tan loco o tan cuerdo como todos.
Yo esperaba despierto y atento a que Gerardo despertara como quien emerge después de una zambullida, para rescatar los últimos jirones del sueño todavía fresco en sus pupilas.
Con retazos de palabras, con gestos esbozados, iba armando un mapa de sus sueños y pesadillas, un croquis detallado de los mundos inexplorados, sin señales, con pequeños senderos cubiertos de vegetación, que se volvían a cerrar a nuestro paso.
Sus sueños incluían casas, familias, trabajos, deportes; ocupaciones que lo transportaban a lugares de normalidad, un poco fuera de foco como son todos los sueños. Gerardo era mucho más rutinario y ponía una especie de aburrimiento en sus sueños, como si encontrase una isla de quietud en el mar alborotado de su psique.
Y esas pequeñas islas, que nunca formarían un archipiélago, eran los pilares sobre los que yo trataba de ir armando una historia posible. Me bastaban décimas de segundo para entender con una palabra, un gesto, una sonrisa. Después Gerardo retomaba el control de su locura, se internaba en su selva, en su profundo mar de aguas negras. Saltaba y desaparecía.
Retomaba la chapita y comenzaba el rito del juego solitario, con ganancias y pérdidas de las cuales era único contendiente, espectador y árbitro.
A media tarde, mucho antes que se alargasen las sombras de los árboles, como huyendo de los monstruos que poblarían La Colonia en cuanto cayera la noche, abandonábamos el sitio, dejando a los locos instalados, confortables.
Y nuestro mundo de normalidad nos recibía sin fantasías, sin poesía, sin monstruos, sin juego.
Yo me llevaba, para tenerla a mano, en el bolsillo de mi pantalón, una chapita de cerveza y jugueteaba con ella sin que nadie se diera cuenta.
Osvaldo
Julio 2009
Gerardo esta loco en el sentido más literal del tiempo. Está loco a tiempo completo, durante toda su vida. No es posible extraer de él un solo pensamiento lógico, una frase razonable, una acción con alguna cordura mínima que lo haga pasar por un ser normal.
Su única actividad en la última hora y media ha sido tirar una chapita de cerveza contra el borde de la vereda, intentando que pegase en el filo de una determinada baldosa. Cuando lo conseguía -una sola vez hasta ahora- lanzaba unos gritos inarticulados de feroz alegría, que debían escucharse hasta muy lejos.
No hay una explicación acerca de como su mente se había desbaratado, llevándolo hasta el mundo solitario donde ahora habitaba. Gerardo se había ido tan lejos de todos que era como si viviese en otro planeta. Un planeta, donde el borde de la vereda y el rebote de la chapita tenían el valor de una conquista tal como si fuera el descubrimiento de una vacuna, el primer millón de dólares, la mujer inalcanzable, la novela terminada.
Y puestos a razonar con nuestra cínica mente analítica, ¿cuál era la diferencia entre cualquier otro logro importante para la humanidad que fuese distinto a conseguir el golpe exacto de la chapita contra el borde de la baldosa? Con su actitud concentrada, de sabio ensimismado en elucubraciones enjundiosas, sólo faltaban el escenario y el vestuario adecuados para que la ilusión fuera completa. Si hubiera estado rodeado de pipetas, mecheros bunsen, tubos de ensayo y vestido con un guardapolvo blanco, representaría la imagen clásica y previsible del sabio concentrado y genial. En ese marco nadie hablaría de locura, sino de absoluta brillantez, de abnegación, de sacrificio y dedicación.
O rodeado de tribunas, enfocado por cámaras, relatado por locutores, el evento de la chapita y el borde de la baldosa, sería un acontecimiento mundial que cada cuatro años reuniría a los jugadores más experimentados que lograsen llegar a la Final del Campeonato Universal de Tiradores de Chapita. Y disputando el torneo de su vida que lo consagraría como el mejor, seguro estaría Gerardo levantando la copa, gallardo y feliz.
Mientras yo pensaba en destinos distintos, él haciendo oídos sordos a cualquier discusión sobre su persona o sus actos, seguía imperturbable, tratando de que la chapita golpeara en el lugar exacto de la baldosa.
Los segundos sábados de cada mes, puntuales, como un rito o una procesión veníamos a visitarlo. Con mis tíos Manin y Ramiro subíamos al tren de la madrugada, para llegar al pueblo antes del mediodía. Los dos tenían calzadas sus boinas negras y cada uno traía un canasto de ferroviario lleno con todo lo necesario para el asado. Verlos llegar por el andén desierto, charlando y fumando, me daba un placer tan grande que, al recordarlo, después de tantos años, no puedo dejar de sonreírme, como si todavía pudiese recibirlos y emprender la excursión a La Colonia.
Durante las dos horas y media del trayecto, mis tíos jugaban al mus con los otros ocupantes del vagón que llevaban el mismo destino que nosotros. Eran personas alegres y despreocupadas que ponian en el juego toda su atención, gritando y riéndose a las carcajadas durante todo el viaje. Cada tanto daban un trago a las botellas de ginebra o caña que pasaban de mano en mano. Decìan que yo era todavía muy pequeño para permitirme participar de esos placeres. Esto me daba tanta rabia que me quedaba huraño y malhumorado en un rincón del asiento de madera, mirando por la ventanilla como pasaban los campos amarillentos con sus vacas, tan aburridas como yo.
Desde el pueblo otro tren, lento, muy lento, a paso de hombre, traqueteando una anacrónica trocha angosta nos llevaba hasta La Colonia.
Coo dije, llevabamos en las canastas de mimbre de los ferroviarios todo lo necesario para el asado: el pan, la ensalada y el postre. Hasta logramos entrar vino por la guardia sin que lo requisen, gracias a unos pesos deslizados en las manos correspondientes.
Nunca supe, ni me interesó saber por qué le decían La Colonia, pero el nombre parece pre anunciar los extensos bosques, los antiguos pabellones y los seres que la habitan, vestidos de gris, con cráneos pelados y delgadez extrema. Campo de concentración sin muros, ni alambrados, ni hornos.
“La Colonia” es hermosa; con parques descuidados, árboles enormes y antiguos edificios que rezuman el dolor de los internos, la miseria de la locura que se va pegando a las paredes, rebalsando las ventanas, deslizándose entre el pasto, cubriendo el cielo con una plomiza desesperación de años.
Los locos deambulan o se quedan quietos, iluminados por el sol cual enormes lagartos fuera del tiempo. Son seres amables y para nada agresivos, pero asustan, nos meten en un terreno de arenas que se mueven, que nos hacen tambalear. Está tan lejano el lugar que ellos ven, es tan grande su imaginación que nuestra cordura tambalea y el temor se apodera de nuestra frágil mente. ¡Qué cerca estamos de trasponer los límites y qué pequeña la distancia que nos separa de los enfermos, de los dementes!.
Pasamos a través de ellos, como si fueran espejos de humo que los ocultan, porque en realidad nos reflejan a nosotros, conduciéndonos hasta la pavura.
Son humanos, pero parecen de otra especie, de otro clan, de otra tribu lejana. No entendemos lo que dicen, su mirada no ve lo mismo que nosotros vemos y el diálogo es imposible, la comunicación queda anulada. Ellos, en las alturas solitarias de la locura y nosotros, arrastrados en la tierra de nuestra aparente normalidad.
El trencito entra a La Colonia en un espectáculo exhibicionista de vapor y silbato. Algunos internos corren a la par, como perros compitiendo con las ruedas huidizas tan apetecibles como imposibles de conquistar.
A medida que los pasajeros van descendiendo son abordados por sus parientes, entre gritos de alborozo y sorpresa. Los que nunca reciben a nadie igual están alrededor del tren, ávidos del espectáculo y clamando por un cigarrillo o una moneda.
Entre ellos aparece la figura de Gerardo inmerso en una delgadez extrema, con una cara de espanto que permanece, como si el gesto hubiese sido grabado con el fuego de las golpizas y el electro shock. Lo acompaña un pequeño séquito de compañeros de ranchada, fantasmas similares en atuendo, corte de pelo y complexión física. Parece como si el lugar y el estado mental hubiesen ido imprimiendo marcas indelebles que los acompañarán de por vida.
Nos guían hacia el lugar apartado donde tienen su pequeño mundo, sus humildes pertenencias, recuerdos aparentes de una normalidad perdida. Una mesa con sólo dos patas apoyada en precario equilibrio contra un árbol, un macizo de flores que le da al conjunto un carácter hogareño y feliz, ganchos que cuelgan de las ramas con distintos utensilios y herramientas. Una parrilla hecha de alambre, bajo la cual ya arden las brasas anunciando el gozo del asado a compartir.
Después de la comida, la hora de la siesta es respetada a rajatabla. En distintas posiciones, en lugares diferentes, se enrollan en una modorra ligera que los transporta a lejanos lugares de fantasía. Cuando el loco sueña su cordura renace, se empareja con cualquiera de los seres sanos. Está tan loco o tan cuerdo como todos.
Yo esperaba despierto y atento a que Gerardo despertara como quien emerge después de una zambullida, para rescatar los últimos jirones del sueño todavía fresco en sus pupilas.
Con retazos de palabras, con gestos esbozados, iba armando un mapa de sus sueños y pesadillas, un croquis detallado de los mundos inexplorados, sin señales, con pequeños senderos cubiertos de vegetación, que se volvían a cerrar a nuestro paso.
Sus sueños incluían casas, familias, trabajos, deportes; ocupaciones que lo transportaban a lugares de normalidad, un poco fuera de foco como son todos los sueños. Gerardo era mucho más rutinario y ponía una especie de aburrimiento en sus sueños, como si encontrase una isla de quietud en el mar alborotado de su psique.
Y esas pequeñas islas, que nunca formarían un archipiélago, eran los pilares sobre los que yo trataba de ir armando una historia posible. Me bastaban décimas de segundo para entender con una palabra, un gesto, una sonrisa. Después Gerardo retomaba el control de su locura, se internaba en su selva, en su profundo mar de aguas negras. Saltaba y desaparecía.
Retomaba la chapita y comenzaba el rito del juego solitario, con ganancias y pérdidas de las cuales era único contendiente, espectador y árbitro.
A media tarde, mucho antes que se alargasen las sombras de los árboles, como huyendo de los monstruos que poblarían La Colonia en cuanto cayera la noche, abandonábamos el sitio, dejando a los locos instalados, confortables.
Y nuestro mundo de normalidad nos recibía sin fantasías, sin poesía, sin monstruos, sin juego.
Yo me llevaba, para tenerla a mano, en el bolsillo de mi pantalón, una chapita de cerveza y jugueteaba con ella sin que nadie se diera cuenta.
Osvaldo
Julio 2009
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